“No es país para budistas” nació sin yo saberlo, en una cocina que no era mía, en un monasterio donde no conocía a nadie, con un cuchillo en la mano y muchas preguntas en la cabeza. En aquel entonces, todavía tenía mi restaurante de alta cocina vegana. Estaba acostumbrado a emplatados exigentes, a clientes sibaritas, a críticas, a adrenalina. El Dharma estaba presente en mi vida, sí, pero como un susurro de fondo. Hasta que un día, alguien me ofreció cocinar para un retiro budista. Acepté sin saber que, más allá de alimentar a los demás, lo que iba a cocerse ahí era mi propia transformación.

Durante esos días, en la cocina del monasterio, entre vapores de arroz y silencios compartidos, se removieron cosas más profundas que cualquier caldo. Me encontré con monjes que no comían por gula sino por compasión, con la paciencia infinita de una monja que pelaba zanahorias como si fueran oraciones, con mi propio ego mirándome desde una olla quemada. Y entonces comprendí que cocinar, en ese contexto, podía ser una vía directa hacia el corazón del Dharma. Este libro es una crónica personal, un cuaderno de bitácora espiritual y a la vez, un homenaje a todos los que me han acompañado, directa o indirectamente, en este viaje de vuelta a mí. Escribo desde lo vivido, con honestidad, con alguna que otra herida abierta, pero también con muchas cicatrices que ya no duelen. Hablo de lo absurdo y lo sagrado, de los fallos y de los fuegos, del ego y del amor.

Diez años después de aquel primer retiro, sigo sintiendo gratitud por cada plato servido, por cada conversación con un lama, por cada noche en vela escuchando a mi mente resistirse a cambiar. Hoy, ya lejos de la alta cocina y más cerca del silencio, entiendo que “No es país para budistas” no es solo un título. Es también una pregunta, una invitación y, quizás, una forma de ver el mundo desde otro lugar.