top of page
Buscar

[CHOCHOS, BUDAS Y LEIVA]

Recuerdo cuando Cortázar, en alguna de sus entrevistas, decía que él escribía viajando a un lugar en donde canalizaba y catalizaba sus cuentos, escritos y demás letras. Esas mismas frases utilizaba yo cuando le diseñaba e ilustraba los libros al gran Faustino Lobato. Y es verdad. Igual me tachan de poco cuerdo, aunque últimamente la soga y la cuerda me acompañan en mis pensamientos, más de Allan de Poe que de Gloria Fuertes.


Mi cuerpo —ya que carezco de estómago y otros órganos— me pedía a gritos “chochos”, sí, altramuces de toda la vida, un clásico en los pueblos de mi tierra y, cómo no, en los Madriles. No sé cómo me sentarán, pero el cuerpo es sabio. Los miro con detenimiento: su forma, su clítoris indulgente, y ese amarillo que hasta los diseñadores de la guía Pantone se lo pone difícil. Al querer inmortalizarlos, suena Leiva en el Spotify, un Leiva más Sabina que nunca, o quizás jamás sepamos si Leiva fue un ventrílocuo de las letras que cantaba Sabina.


Al enfocar la cámara del móvil, detrás del bol se asoma tímidamente una figurita de Buda, casi recién llegada de Nepal, tras unas ofrendas esotéricas que se hicieron en Katmandú hace unas semanas. Aún huele a naftalina o a esos productos que echan en las aduanas del puerto para desinfectar de pandemias los envíos.



Se me pasan los días como quien dobla un díptico en las gráficas: despierto, medicinas, proteínas, hidratación, sorbos de té chai, frutos del bosque y poleo menta, y millones de recuerdos —la mayoría remitentes de la infancia y las decepciones—, un ego demasiado herido y tumbado en la lona rozando un K.O. técnico. Me visitan partidos de fútbol, escondites en cocheras o partidos de basket callejero en donde las canastas eran las placas de “vado permanente” del ayuntamiento. Las fiestas del pueblo, las bandas de música, los fuegos artificiales y, cómo no, la paella de mi abuela de los domingos. Nada que no se parezca a tu vida… Al final, solo nos distingue la forma en que lo interpretamos. Es cuestión de ir ajustando dioptrías hasta conseguir ver todo con claridad.


Hoy me preguntaba cuándo comencé con esto de escribir. Lo de dibujar lo tengo claro: mi primer dibujo fue con 5 años, un barco pirata, con rotuladores Carioca, en el establo antiguo de la masía de mis abuelos. El segundo dibujo fue un retrato de Jorge Verstrynge, al cual mi abuela admiraba, y no salió tan mal, ya que lo reconocieron todos a los que mi iaia se lo mostraba con orgullo.


Pero esto de las letras… He dado marcha atrás, he presionado esa tecla de REW que tenían los antiguos reproductores de vídeo —en mi caso, un BETA— y he pasado por la etapa de los cuentos de La Fina Locura, tras salir de la muerte hace ya una década. Después, la cantidad de libros de recetas de cocina en mi época de ego-chef. Y luego me he encontrado en mi estrenado estudio de publicidad, en donde creaba guías de turismo, revistas de fiestas, Semana Santa y publicaciones locales…


Pero ha sido ahí donde he cogido un Delorean como Michael J. Fox y me ha dejado, de una derrapada, en 6º de EGB, narrándole a mi profesor de Lenguaje —en aquel momento Don Álvaro— una redacción o relato que había escrito sobre una aventura que protagonizaba junto a Peyo, Chema y un servidor, que termina cayendo en un pozo, y al estar gordito no pueden sacarlo tirando de él con una cuerda, y tiene que venir un helicóptero al rescate… Vamos… Netflix me hubiera fichado seguro.


Aún hay quien me pregunta por qué promociono y comparto tanto de ese "David Köemman". Hay gente que no sabe que es mi pseudónimo, y mira que llevo ya más de 20 libros publicados bajo ese nombre, además de haber contado mil veces de dónde viene. Pero al final he analizado: son la gente del pueblo, el pueblo donde uno creció, quienes hacen que sigas creciendo gracias a estas “chorradas” y habladurías. Es como la familia.


Me encanta parafrasear al gran maestro Ramiro Calle cuando dice que “si te crees un iluminado, ve a visitar a la familia”. Pues eso, es necesario recordar que, aunque fuera seas profeta y te abracen con otros ojos, en tu pueblo siempre estará el olor de las balsas de riego en verano con renacuajos, los bocados de una almendra tierna y verde, las aceitunas aliñadas y rotas en el patio de mi abuela “la del 19”, o esos profesores que te castigaban cara a la pared y de rodillas, pero que, con el tiempo, acabaste admirando.


Nadie es profeta en su tierra pero tiene una visión luminosa...

Y entonces entiendes que tal vez no seas profeta en tu tierra…Pero sí por tu tierra.Por todo lo que te obligó a convertir el rechazo en impulso. El juicio en mirada. Y la herida en tinta.


{David Köemman}©


BANDA SONORA. DE ESTE POST:



 
 
bottom of page