[NI MANO DE SANTO, NI T3TA DE NOVICIA]
- DAVID KÖEMMAN
- 16 may
- 4 Min. de lectura

He de admitir que, aunque mi trabajo está focalizado en enfocar —como con una linterna de esas en oferta, de largo alcance, que venden en Amazon— al ego, a veces me gustaría poder encadenarlo. Pero entiendo que, si lo cojo del cuello y lo hago prisionero, no dejaría de pertenecer a otro ego o máscara, jugando al rol de ser policía ante un ladrón. Y ambos formarían parte de la misma historia. Y en realidad, lo que pretendemos es salir de ese relato en bucle.
A veces he llegado a pensar si esta historia de la reencarnación no deja de ser una trampa para que no dejemos de generar energía una y otra vez, y que esta granja humana —como relataba muy bien Freixedo— no pare de funcionar nunca. Pero cuando abro la puerta de esas espirales que suben y bajan, la cierro rápido, ya que creo que no estamos —al menos yo— preparados para descubrir tanta verdad.
Cuando me siento a escribir a diario, me pregunto muchas veces —por no decir todas— ¿para qué?
Los “por qués” ya los tengo cada día más superados y no dejo que me anclen al pasado, pero los “para qués” aún me los recuerda mi ego como si fuera la alarma del iPhone, de vez en cuando. Y aunque le digo que me deje dormir cinco minutos más, el muy cabrito no cesa.
Creo que el don debe ser innato. Es decir, el propósito —que es lo que suelo contestarle a este bicho comeorejas—, que si es innato, no sabes que lo tienes, ni te lo planteas. Es como quien es feliz: no sabe que lo es, aunque desde fuera todo el mundo lo vea. O como los grandes maestros, que no saben que lo son.
En mí, al igual que en cada uno de vosotros, hay algo que emana, y eso no se puede taponar. Lo único es que, al mezclarse con este plasma del sistema, de la matrix, del samsara —llámalo X—, se confunde mucho. Se transforma en ruido, y separar el polvo de la paja es complejo, ya que a veces una buena paja es más satisfactoria que algún polvo, y te ahorra tener que compartir colchón, cepillo de dientes o algo mucho peor… acabar casándote.
Debajo de la pantalla de mi iMac tengo un altar surrealista: centrada, una figura diminuta de mármol blanco de Siddharta; cuatro cajas metálicas vacías de caramelos Smint; un boli Bic de seis colores en tonos pastel; varios Kleenex; unos clips metálicos; el cargador del móvil; una libretita donde anoto frases y cosas varias entre el debe y el haber, y una baraja de tarot diseñada por Ricardo Cavolo, que uso con frecuencia para consultar algún burofax del alma que me llega de madrugada.
Hoy es una de esas madrugadas, en donde decidí —tras un día duro de hospitales, desmayos, mareos, pruebas, etc.— irme pronto a la cama. Pero no he podido conectar con el más allá y, sinceramente, no quiero drogarme con Rivotril ni somníferos varios. Prefiero reservarlos por si algún día decido utilizarlos como pasaporte o billete de metro a otros barrios.
Amo el silencio, cada día más. Me resulta molesta la percusión que lleva esta vida, y debo sostener a ese monje airoso que llevo encerrado en mí para no mandar a la mierda a más de uno. Aunque cada vez tengo más tolerancia a la intolerancia —y no les hablo de lactosa, aunque algo de mala leche existe, no les voy a ocultar a estas alturas de la película—.
Quizás me niego a ser guía. Que esto no va de espectadores ni seguidores, sino de abrir un diálogo de igual a igual. Que ante el marketing se anteponga el alma. Y que, si para servir a otros pierdo la paz, es que algo falla en la fórmula. Me siento bien inhalando aire desde la experiencia, pero cuando entran las expectativas, las reglas del juego cambian y se vuelve sucio. Esa sensación de ozono desaparece.
¿Y si nuestro camino, el de cada uno, es ser quienes ya somos, pero solo falta ser conscientes de ello? No forzar nada, solo escuchar. Y darnos cuenta de que lo que nos sana a nosotros mismos también puede sanar a otros… pero deseando no saberlo nunca. Ya que, si no, volvería a llegar ese correo certificado que remite lo innato y sin código postal.
En esta New Age que en ocasiones tanto detesto, parece que para negar las sombras tenemos que encender un espectáculo de luces y colores. Y esto es como mirar hacia el otro lado mientras le roban el bolso en plena Rambla a una adorable abuelita, un par de cacos.
Llevo cuatro caramelos mientras escribo este post: uno sabor cereza, otro de mandarina y dos de melón. Son pequeños, casi grajeas. Los chupo poco, soy más de masticarlos y hacerlos microcristales en la boca, jugando a los faquires con las papilas gustativas.
Debo ir al baño. Toca cambiar pañales, volverme a ver en el espejo y nobserbar a ese tipo flaco, de aspecto anoréxico, que no reconozco.
Cuando leas esto, estaré dormido, seguramente. Cogeré el sueño con ese gesto magnético de scrollear viendo TikTok o algún short de YouTube. O me pondré alguna entrevista del canal de mi amigo Francisco, de Nueva Humanidad. Ya que a mí eso de la paja y los polvos hace mucho tiempo que se me acabó… Así que ni la "mano de santo" ni la "teta de novicia" funcionan en mi cuerpo puro y místico. Lejos quedaron los tiempos bohemios de vino, rosas, poemas y tangas colgando de las lámparas.
Esta mañana, entre pasillos de hospital, abrazos con doctoras, enfermeras y demás fauna sanitaria que ya considero como mi familia, mientras mi tía empujaba y pilotaba diestramente la silla de ruedas, me di cuenta de que estoy enamorado de mí... de mi imperfección.
Amen.
Pero así, ya saben…
Sin tilde ni acento alguno.
{David Köemman}©