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[EL GRANJERO CAGULIENDO]


David Köemman©
David Köemman©

Hoy toca practicar CUENTOS...


[El granjero caguliendo]

Hubo una vez, en un valle escondido entre montañas con forma de panza feliz, un granjero llamado Ulpiano, aunque todos lo conocían como “el Cagullón”. Le llamaban así no por flojo, sino porque era tan emocionalmente inestable como una mula con jaqueca.


Amaba a todo el mundo. Se levantaba besando gallinas, acariciando espigas de trigo y dando abrazos a los espantapájaros. “¡Ay, qué maravilla vivir! ¡Los pajaritos, el rocío, las cagarrutas de vaca calentitas!” decía mientras lloraba de emoción mirando un caracol.


Al día siguiente, sin previo aviso, odiaba a todo ser viviente. Lanzaba cubos de estiércol a las nubes por traer lluvia, perseguía a las gallinas por cacarear demasiado y maldecía a las zanahorias por crecer torcidas. “¡Todo es una mierda mal organizada!” gritaba, con la vena del cuello a punto de declararse independiente.


Su corazón era como el clima de montaña: impredecible, y con gran probabilidad de tormenta emocional.


Pasaron los años, las estaciones y las contradicciones. Ulpiano, el Cagullón, lo probó todo: cantos tibetanos en el establo, terapia de abrazos con las cabras, ayuno emocional, y hasta puso un altar con estampitas de Buda, San Pancracio y la vaca Paca. Pero nada funcionaba. Ni amar tanto ni odiar tanto le daba paz.


Hasta que un día, mientras regaba las coles con más desgana que fe, escuchó a su burro, Fermín, rebuznar como si le estuviera regañando. Ulpiano se sentó junto a él, harto de sí mismo, y entre suspiros dijo:

—Fermín, creo que he querido controlar el mundo con mi amor… y luego destruirlo con mi rabia. Y el mundo ni se ha enterado.


Fermín soltó un pedo largo y profundo, como una trompeta zen, y Ulpiano entendió.


Ese día no amó ni odió a nadie. Dejó de juzgar el canto de las gallinas, de acariciar los tomates como si fueran bebés, y de gritarle al viento por secar la ropa. Empezó a mirar el mundo sin necesidad de tocarlo todo con sus emociones. Dejó que las cosas fueran.

Y ahí, en ese dejar ser, encontró algo que ni el amor apasionado ni el odio furioso le habían dado nunca: una paz que no necesitaba aplausos ni guerra.


Desde entonces, cuando alguien en el mercado del pueblo se desvivía por amor u odio, Ulpiano les sonreía y les decía con calma:

—El amor verdadero no es apretar... es dejar libre.


El Cagullón se volvió sabio. Le decían ahora “el granjero ecuánime”. Aunque él prefería llamarse simplemente Ulpiano.


Pero, eso sí… seguía hablando con su burro. Porque Fermín, en el fondo, era su verdadero maestro.


{David Köemman}©

 
 
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