[ESCRIBIR SANA O HIERE]
- DAVID KÖEMMAN
- 12 may
- 3 Min. de lectura

{El karma de las palabras escritas}
Hoy me senté a escribir como quien se sienta a desinfectar una herida.
Y fue ahí, justo al rozar la primera frase, cuando comprendí —otra vez, como siempre, como un tonto lúcido— que escribir no es inocente. Que las palabras, incluso cuando parecen suaves como pétalos, pueden llevar espinas ocultas. Que una coma mal puesta puede ser una bomba en el corazón de otro. Que un “yo solo dije” no exime del eco que provocamos en los pasillos emocionales de quien nos lee.
Escribir es un acto de magia blanca o negra. No hay tintas grises cuando el alma se pone en juego.Y lo digo sin miedo: escribir genera karma. Del bueno y del otro.
Porque cada palabra que nace, antes fue pensada, mascada, digerida... o vomitada. Y eso no solo nos mueve por dentro, también deja estela fuera. No existe el “solo escribo para mí”, porque incluso en la más íntima de las páginas, estamos programando realidad, invocando, sembrando.
Una frase puede sanar o abrir una llaga.
Un poema puede abrazar o incendiar.
Una confesión mal colocada puede dinamitar vínculos o crear nuevos.
Y ahí está el ego, ese amante posesivo de las frases grandilocuentes, queriendo hacer de cada texto una estatua a su gloria. "Mira lo profundo que soy", "mira cuánto he sufrido", "mira cómo te desnudo sin mancharme". Lo conozco bien. Yo he sido ese. He escrito desde la herida infectada y no desde la cicatriz. Y sí, duele más, y sí, a veces sangra otro por lo que yo necesitaba gritar.
Por eso, cada vez que escribo, me pregunto:
¿Desde dónde estoy escribiendo esto?
¿Para qué?
¿A quién podría estar lanzando este puñal disfrazado de haiku?
Porque no todo lo que es verdad es necesario escribirlo. No todo lo que sentimos es justo exponerlo. Hay verdades que sanan en silencio y otras que se vuelven dagas cuando se imprimen sin conciencia.
Escribir, si se hace desde el ego herido, se convierte en guerra. Escribir, si se hace desde el alma en paz, se convierte en medicina.
No siempre acertaremos, eso está claro. No hay palabra bien dicha si hay un oído dispuesto a dolerse. Pero tampoco podemos vivir censurándonos hasta convertirnos en estatuas mudas. La clave, al menos la que a mí me salva, es meditar antes de soltar el verbo.
Un pequeño ritual que practico últimamente:
Antes de enviar un texto, lo leo tres veces.—La primera con los ojos del niño que fui.—La segunda con el corazón de quien me lo inspiró.—Y la tercera con el alma del que pudiera sentirse herido.
Si en alguna de esas pasadas algo se tensa... lo dejo reposar. Como un guiso, como una carta que aún no se ha terminado de cocer. Y sí, a veces escribo para vengarme sin querer. Otras para amar y no me sale. Otras para salvarme... y termino salvando a alguien más.
Escribir me ha mostrado mi sombra y también mi luz. Me ha puesto sobre la mesa —o la pantalla— cuántas veces quiero tener razón antes que tener compasión.Y cuántas veces la belleza puede decir lo mismo que el dolor, sin dañar a nadie. Así que aquí estoy, una vez más, danzando con las letras y teclas. Intentando no romper más vajilla emocional de la cuenta. Ofreciendo lo que sale, pero no sin antes hacerme cargo de lo que pueda provocar. Porque lo que escribimos es un eco de lo que somos.Y en ese eco, hermano, hermana, todo vuelve.
"Lo que no sana, se repite. Lo que no se cuida, se rompe. Lo que no se medita... se convierte en karma."
{David Köemman}