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[LA QUEJA]

El veneno invisible de la queja. Hay un ruido sutil que apenas percibimos y que, sin embargo, tiñe nuestras palabras, nubla nuestro juicio y contamina el aire que compartimos con otros. Ese ruido es la queja.

Tras un día duro que me trae el sentimiento de queja en bandeja, decido apoyarme en un mantra poderoso►y reflexiono sobre la trampa de la queja y me parece interesante para compartir.


La llevamos dentro, como una semilla que germina en la sombra de nuestra insatisfacción, alimentada por pequeñas frustraciones cotidianas. Y, cuando florece, lo hace con una rapidez que asombra: un murmullo, un suspiro, una palabra lanzada al vacío… y pronto, sin darnos cuenta, nos envuelve.


Quejarse parece inofensivo, incluso necesario, un desahogo pasajero. Pero ¿nos hemos detenido a observar el impacto que tiene? Como una vela encendida en una habitación sin ventanas, consume el oxígeno que podría alimentar la claridad y la calma. La queja nos perjudica primero a nosotros mismos, ya que nos ata a una percepción de carencia constante. Es el eco de un pensamiento que dice: “Esto no es suficiente” o “Esto debería ser diferente”. Y en ese juicio, nos desconectamos de lo que es, del presente tal como se manifiesta.


Desde el budismo, aprendemos que el sufrimiento surge del apego y la aversión: querer que algo sea diferente a lo que es. La queja se alimenta de ambos, y en su juego insidioso nos deja atrapados en un bucle. En vez de aceptar y actuar, nos quedamos rumiando, alimentando la frustración que decimos querer evitar.


El estoicismo, con su mirada pragmática, también nos advierte: nos corresponde distinguir entre lo que podemos controlar y lo que no. La queja, casi siempre, recae en esta última categoría. Nos quejamos del clima, del tráfico, de la actitud de los demás… y, al hacerlo, entregamos nuestro poder a lo externo. Nos volvemos esclavos de lo que ocurre fuera, en lugar de dueños de nuestras propias respuestas y decisiones.


Pero no es solo a nosotros a quienes daña la queja. Es también un veneno que se esparce. Cada palabra que pronunciamos tiene un peso, y las quejas cargan con una energía pesada, una vibración que afecta a quienes nos rodean. Al quejarnos, invitamos a otros a mirar el mundo a través del mismo filtro negativo, a enfocarse en lo que falta en lugar de lo que abunda.


¿Qué podemos -y diría más, que estamos obligados- hacer? La respuesta no está en reprimir, sino en cultivar la atención. Darnos cuenta, como quien observa el primer humo de un incendio, de ese impulso inicial hacia la queja. En ese momento, detenernos. Preguntarnos: “¿Esto ayuda? ¿Esto es necesario? ¿Esto construye algo?”. Y si la respuesta es no, elegir el silencio o, mejor aún, la gratitud.


Transformar la queja no es fácil. Requiere un trabajo constante, como quien doma un caballo salvaje. Pero en ese esfuerzo hay una liberación inmensa.


Cada vez que elegimos no quejarnos, nos recordamos que somos más grandes que nuestras circunstancias. Elegimos construir en lugar de destruir, sembrar esperanza en lugar de desaliento.

Así que hoy, mientras caminas por las calles ruidosas de este mundo, presta atención. Cuando sientas la queja subir por tu garganta, detente un instante. Respira. Y recuerda que, en el fondo, tienes todo lo necesario para ser libre. No permitas que el veneno invisible de la queja robe tu paz ni la de quienes te rodean.


Porque el silencio, cuando está lleno de conciencia, tiene una música que eleva. Y esas notas son un regalo para ti y para el mundo.


{David Köemman}©

 
 
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