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[SOY MÁS DE CELEBRAR EL 2 DE MAYO]

1 de mayo: cuando el descanso huele a traición.

Crónica desde una celda de oro oxidada, entre lluvias, tortillas y revoluciones olvidadas


Hoy, festivo.

Festivo, como quien dice "todo en orden", como quien echa el cerrojo a una puerta que en realidad no se ha cerrado nunca. Hoy, día del trabajador. Aunque en mi caso, sería más justo llamarlo "día del cuerpo agotado" o "día del alma en paro técnico".


He recuperado mi cronología del sueño, que no es poca cosa. Dormir sin interrupciones ni fantasmas es como afinar un piano después de una mudanza: notas sueltas que de pronto encajan. Pero claro, no todo iba a ser sin sorpresas. Anoche, mi temeraria lengua decidió probar dos mordisquitos de tortilla —pequeños, insignificantes, como de bocado para ratón zen— y ahí empezó el declive. Tarantino, si me estás leyendo desde algún plano astral, hazle un guion a este cuerpo mío: ni tus personajes más ensangrentados han sufrido un proceso digestivo tan traicionero.


Mi celda —esa en la que elegí quedarme porque el resto del mundo huele a prisa y desmemoria— hoy huele a infusión de té negro con canela y corteza de naranja. Y eso, créeme, no es un detalle menor. Porque atrás quedaron los desayunos dignos de Instagram: tostadas crujientes con aceite de oliva virgen, el lacón cortado fino como un suspiro, y aquel capuccino que me devolvía la vida cada mañana con su espuma perfecta y su toque a cacao. Ahora, ni capuccino, ni suspiros, ni mucha vida que digamos. Pero el té... El té aún tiene dignidad. Y calor.


Llovizna.

En esta montaña de Alicante, el sol se lo ha tomado también como festivo.

La humedad se cuela por las rendijas del microondas, como si quisiera calentar la nostalgia que llevo acumulando desde que el cuerpo se convirtió en laboratorio.

El esternón me suena. Literal. Como esos sonajeros de los chamanes colombinos que ahuyentan los malos espíritus. Pero los míos, los malos espíritus, ya no se van. Se han instalado con contrato fijo.


Y mientras tanto, en la superficie del mundo, en ese mundo que sigo espiando a través desde el enorme ventanal de mi estudio, la gente celebra el "puente".

Palabra que me da risa.

¿Puente hacia dónde?

¿Hacia un lunes igual de precario?

¿Hacia un futuro que nos venden a plazos sin garantía?

¿Hacia un país en donde el trabajador se ha convertido en espectador de su propia explotación, sentado cómodamente en el sofá, con cerveza en mano y Netflix en vena?


Yo me acuerdo. Día 1 no era festivo, era revindicativo. Atrás quedaron los años 80 que olían a pancarta, a petardo, a sindicato desdentado pero con agallas. Recuerdo las manos de mi padre, con ese tono rojizo de quien ha trabajado más que vivido. La memoria de los piquetes, y las fábricas, y ese rumor de pueblo en pie que ahora parece un eco mal grabado tirando a psicofonía.

Hoy no hay huelgas. Hoy hay descuentos. Hoy no hay lucha. Hoy hay barbacoa.

Este jueves, con suerte, alguno se acordará de los mártires de Chicago mientras le da la vuelta al chorizo en la parrilla. Y si no se acuerda, tampoco importa. La historia ya está domesticada, la han convertido en mascota de museo. Muerde poco y ladra menos.


A veces me pregunto si todo esto —la enfermedad, el aislamiento, la dieta severa, la espera de análisis y quirófanos— no es otra forma de huelga. Una huelga del cuerpo.

Un ¡basta ya! fisiológico. Una manera biológica de decir: "esto así no sigue, amigo".


Porque esta celda de oro, que parece bonita por fuera y que muchos llamarían retiro, no es más que un campo de batalla invisible. Aquí lucho contra la impaciencia, contra el olvido, contra la falsa idea de que descansar es rendirse. Me peleo cada día con la idea de utilidad, con la absurda necesidad de producir para ser valorado. Entre estas paredes me abrazo al silencio como el único sindicato que aún no se ha vendido al sistema.


Y aún así, no todo está perdido. Porque hoy, a pesar del sabor amargo de la tortilla rebelde y la melancolía meteorológica, algo se ha encendido. Una chispa. Un escalofrío que no es fiebre. Una certeza diminuta:

—Este cuerpo sigue en pie.

—Este espíritu no ha firmado su renuncia.

—Este corazón, aunque oxidado, late.


Y eso, hermano lector, hermana lectora, ya es bastante... Continúo...


¿Quién trabaja más: el que madruga para una fábrica, o el que sobrevive a su sombra?

¿Quién es más valiente: el que protesta en la calle o el que se atreve a mirarse por dentro sin anestesia?

¿Y si te dijera que hoy, en pleno festivo, hay almas que no tienen descanso porque jamás se les permitió la tregua?

Hoy es un buen día para no olvidar. Para levantar una pancarta invisible. Para encender una vela en el altar de los que se dejaron la piel, literal o figuradamente, por un mundo un poco más justo. Y también, por qué no, para preguntarse en silencio:

—¿Qué parte de mí se ha rendido sin permiso?


Recuerdo a mi padre. Lo recuerdo con un cinturón de cuero en la mano, no para castigar, sino para ceñirse los pantalones antes de salir al taller. Se levantaba con el alba, cuando aún no había gallos ni relojes digitales. El desayuno era café recalentado y una galleta María. No hablaba mucho, no hacía falta. Su silencio era un manual de instrucciones:

—Trabaja. —Calla. —No esperes aplausos.


Crecí pensando que el trabajo era una especie de redención. Una forma de justificarse ante el mundo. "Si no trabajas, ¿quién eres?" Y esa frase me ha perseguido como un perro callejero con hambre de identidad. Ahora, en esta etapa donde el cuerpo me ha obligado a detener la maquinaria, me doy cuenta del engaño. Del truco. De la trampa disfrazada de deber. Porque sí, trabajar dignifica. Pero también esclaviza, si se convierte en la única vía para sentirse valioso. Y eso, hermana/o, es lo que ha pasado. Nos han convertido en emprendedores de nosotros mismos. Autónomos del alma. Autogestores de nuestro propio sufrimiento.


La nueva religión del siglo XXI no tiene santos ni milagros.Tiene "coaches".

Gurús del éxito exprés. Sacerdotes del rendimiento que te dicen que si no prosperas, es porque no te esfuerzas lo suficiente. Que si estás cansado, es mental. Que si te duele, es porque no vibras alto. Y entonces, como idiotas con sonrisa forzada, empezamos a correr más. A leer más libros de autoayuda. A hacer más tareas. A no parar. A no sentir. A no vivir.

La autoexplotación ya no necesita jefes. La llevamos dentro. Como una alarma que no podemos desconectar. Y así nos convertimos en esclavos de nosotros mismos. Dueños y verdugos. Y lo peor: aplaudidos por el sistema. Porque el que no descansa no molesta.

Y el que no se queja, produce.

¿De qué sirve todo esto, si no podemos mirar al cielo y decir: "hoy no hice nada, y eso también es sagrado"?

Vuelvo a mirar por la ventana. Sigue lloviendo. La montaña está empapada como el recuerdo de muchos tangas tendidos sobre el radiador de antiguos amores. Y el microondas ha dejado de zumbar, quizás también ha hecho huelga. En este silencio se escucha todo. Hasta lo que callé durante años incluso el eco de una frase que alguien me dijo una vez en un retiro, creo que fue un monje, o un loco muy lúcido:

—"No eres tu productividad.

No eres tu historial laboral.

No eres tu currículum.

Eres el espacio entre respiraciones.

Eres el descanso entre notas.

Eres el té que se enfría mientras piensas en otra cosa".

Y sin embargo... A pesar del cuerpo, la humedad, la "cena" fallida y las voces del pasado, yo espero el verano.

No por el calor. No por el turismo. No por las vacaciones que no llegan. Sino porque el verano es promesa. Es estallido. Es el grito silencioso de la tierra que se calienta para parir otra versión de ti. El verano es revolución interna. El momento en que, como serpientes, mudamos la piel. Donde el sudor limpia, el sol no es enemigo sino espejo y todo lo que parecía roñoso empieza, tímidamente, a relucir.


Yo no quiero el verano para ir a la playa. Quiero que me suceda un verano.

Que me estalle por dentro. Que arrase con la resignación, con el miedo, con la anestesia de vivir a medias. Necesito un verano que me devuelva el hambre, no de comida, sino de verdad.


Y mientras tanto, aquí estoy. Abrigado con una manta que huele a tiempos mejores, escribiendo estas líneas que quizás nadie lea o quizás alguien necesite. Y en ese quizás, me sostengo. Como quien lanza una botella al mar de lo invisible. Como quien planta una semilla sin saber si germinará. Porque a veces, el único acto de resistencia posible,

es narrarse.


Y tú, que me lees, ¿te has preguntado hoy si realmente estás descansando

o simplemente posponiendo el colapso?


{David Köemman}©

P.D. Si te ha gustado comparte, al menos sabré que mi trabajo no te importa una mierda como a la mayoría del sistema.



 
 
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