[VOY A TENER QUE MENTIR]
- DAVID KÖEMMAN
- 27 abr
- 5 Min. de lectura
¡¡ESTOY DE PUTA MADRE ¿NO LO VES EN TU MENTE?
Para que te voy a contar mi proceso sagrado e intimo, si diga lo que te diga, tus ansias y necesidad de que esté bien, bajo el escudo de ser buena persona tuyo, te va a importar "tres pepinos"....?

Me ha tocado estar en una etapa de vida donde la enfermedad y el proceso de regeneración no son solo algo físico, sino algo profundamente espiritual. Estoy atravesando una curva en la que he aprendido, a veces a golpes, que hay momentos en los que uno debe mentir para poder salir del victimismo. Es curioso cómo el alma tiene esta necesidad de aferrarse a la verdad, de buscar siempre el conocimiento, pero a veces, esa verdad, sin filtros, sin la capacidad de ser transformada, puede ser un peso demasiado grande para cargar.
Cuando uno está inmerso en un proceso de sanación, sea física, mental o espiritual, lo último que necesita es convertirse en el centro de las preocupaciones ajenas. ¿Cuántas veces he recibido miradas llenas de lástima? ¿Cuántas veces las palabras de "te estoy pensando" o "estoy orando por ti" han sido más un reflejo de lo que los demás necesitan hacer para sentirse bien consigo mismos que un verdadero acto de amor? Es un "buenismo" falso, una especie de acuerdo tácito que los demás tienen para "cumplir" con lo que socialmente se espera, pero sin realmente entrar en tu mundo, sin compartir tu carga.
Es curioso, pero me doy cuenta de que este tipo de gestos más que sanar, cargan. Cargan porque nos devuelven nuestra vulnerabilidad en forma de responsabilidad, nos obligan a gestionar no solo nuestra enfermedad, sino también la paz de los demás.
En momentos como estos, mentir se convierte en una forma de autoprotección. Mentir no para crear una falacia, sino para liberarme del peso de esa responsabilidad que otros, muchas veces inconscientemente, me asignan. “Estoy bien”, “Ya me siento mejor”, “Voy a salir de esta”. Mentir no es sinónimo de traición, sino de sabiduría. Es el arte de no cargar con las expectativas ajenas, es un medio para protegerme de la buena intención de quienes, en su deseo de ayudar, terminan drenando mi energía.
Este proceso me ha enseñado una lección fundamental del budismo: el desapego. Desapegarse no solo de lo material, sino también de la necesidad de ser comprendido por los demás, de que los demás vean nuestra lucha y validen nuestra experiencia.
No siempre es necesario contar todo, no siempre es saludable compartir el sufrimiento en su forma más cruda.
Porque, aunque las personas quieran lo mejor para ti, a veces lo mejor para ellos es lo peor para ti. Es como un río que se desvía, fluyendo por donde no debe, inundando lugares que no debería tocar. De ahí que, a veces, lo más sabio sea mentir, si con ello se evita que otros se ahoguen en la corriente de su propia compasión mal dirigida.
Y me pregunto, si salgo de esta, ¿cómo sabré comportarme con aquellos que atraviesan el dolor? ¿Cómo podré estar ahí para alguien sin perderme a mí mismo?
He aprendido que el acto de ayudar no siempre consiste en intervenir. He aprendido a callarme, a observar, a escuchar sin querer ser el “salvador”.
Hay algo muy sutil en las palabras que escuché hace años de boca y alma de un Rinpoche de Nepal que siempre resuena en mi corazón: no hay que imponer nuestra sabiduría, porque no hay un solo camino hacia la paz. Cada quien debe descubrir su propio sendero, y nuestra tarea no es señalarlo, sino acompañarlo en el silencio, si así lo piden.
Al principio, con el ego aún fuerte, pensaba que debía ofrecer todo lo que sabía, todo lo que había aprendido. En cada conversación, lanzaba consejos, daba visiones, compartía reflexiones. Pero con el tiempo, aprendí que lo que otros realmente necesitan no es un consejo, sino espacio para procesar su propia experiencia. Y eso, como todo en la vida, se aprende con la práctica.
Esto me recuerda a una historia que leí hace un tiempo sobre el Buda. En una de sus enseñanzas, el Buda explicó que, cuando alguien se siente mal, lo mejor no es necesariamente hacerle ver lo que está mal en su mente o en su vida, sino más bien, ofrecerle espacio para que vea por sí mismo. Es como un jardín que no necesita ser “arreglado” constantemente. Lo que necesita es el tiempo necesario para que las flores florezcan por sí solas. Así es como deberíamos ser con los demás. No imponer nuestras visiones, sino simplemente permitir que florezcan a su propio ritmo.
Por eso, ahora, incluso en mis momentos más oscuros, he aprendido a callar, a no imponer mi camino, a no ofrecer mi opinión, incluso cuando la persona frente a mí está pidiendo, en su alma, ayuda. Y de alguna manera, me he dado cuenta de que, al mantener mi boca cerrada, estoy dejando que el otro encuentre su propio camino hacia la luz. Es un acto de amor más profundo que cualquier consejo que pudiera dar.
Y aquí está la paradoja: al callarme, al no intervenir, al no intentar ser el salvador, estoy ofreciendo algo mucho más valioso: la oportunidad de que la otra persona descubra, en su propio tiempo, su propia verdad. Y, a veces, en este proceso, me doy cuenta de que he perdido a muchos. Porque las personas, al ver que no estoy ofreciendo respuestas ni soluciones, se sienten incómodas, se alejan. Pero esa es la lección más profunda de todos los caminos espirituales: aprender a no interferir, aprender a permitir que el otro crezca por sí mismo.
Así que, si salgo de esta, sabré que lo más valioso que puedo ofrecer no es una respuesta, no es una solución, ni siquiera un consejo, sino simplemente estar ahí, en silencio, sin necesidad de que mi ego se alimente de las expectativas ajenas. En última instancia, el mejor camino hacia la sanación no es el que otros me imponen, sino el que yo mismo descubro, en mi propio tiempo, en mi propio proceso, mientras aprendo a "mentir" lo justo, no para engañar, sino para liberarme de las expectativas de los demás.
Y tal vez, en este proceso, descubra que la verdadera libertad es aquella que no depende de lo que otros piensan o esperan de mí, sino de lo que yo elijo ser.
Y espera... que ahora la mayoría que han leído este post, tocados y hundidos en su ego, se justificarán diciendo: —¿Sabes que te digo Mr. Köemman, que ya me voy a preocupar más por ti, ni mandar ningún mensaje...— Perfecto hermano, hermana, me dejas mucho más tranquilo de ver que no te enteras de "la misa a la media" de la parrafada que te he soltado.
En cambio si eres de los que has reflexionado como ha diario me expresan buenos amigos/as de verdad, gracias, gracias por admitir que se puede crecer a través alguien que seguramente bajo tus parametros lo está pasando peor que tú. Ahí me pones en el pedestal de "Súper heroe" que tampoco me gusta nada, pero es mucho más cómodo y menos forzoso y forzado que el de victima "pobrecita".

OS AMO....❤️
{David Köemman}©